Cuándo naturalizamos la barbarie?

 



¿Cuándo naturalizamos la barbarie?

Hay una pregunta que me viene rondando hace tiempo, y no es retórica. Es de esas preguntas que incomodan, que no tienen una respuesta clara pero que merecen ser repetidas:

 ¿Cuándo naturalizamos la barbarie?

Vivo en Rosario, una ciudad hermosa, vibrante, llena de historia, de cultura, de gente que se levanta todos los días con ganas de construir algo. Pero también una ciudad herida. Herida por la violencia, por la desigualdad, por la desidia. Y entre todas las cosas que se rompen, hay algo que quizás no deberíamos tolerar que se rompa más: nuestra capacidad de asombro.

En Rosario nos acostumbramos a todo. A que los colectivos no pasen, a que la policía no venga, a que te roben la bicicleta, el celular, la dignidad. Pero hay una imagen que resume ese acostumbramiento con una crudeza absurda: las puertas sin picaportes.

Puertas sin picaportes. No porque se rompieron. No porque se oxidaron. Sino porque los roban. Por el bronce. Por unas pocas monedas.

 Y lo vemos todos los días. En la escuela, en un edificio público, en la casa de un vecino. Y seguimos caminando. A veces hacemos un chiste, otras nos enojamos un rato, pero después seguimos. Ya ni siquiera nos parece raro.

Eso es lo que me preocupa.

Porque cuando empezamos a considerar “normal” que las puertas no tengan cómo abrirse, ¿qué otra cosa estamos dispuestos a aceptar como parte de la rutina?

Lo que está pasando tiene nombre. Daniel Goleman lo llama indefensión aprendida: es ese estado psicológico en el que las personas, luego de experimentar reiteradamente situaciones negativas que no pueden controlar, terminan por rendirse. Se resignan. Dejan de intentar cambiar las cosas, porque sienten —o aprenden— que haga lo que hagan, nada va a mejorar. Y así, lentamente, se apaga la reacción, se pierde la esperanza, se congela la bronca. Y lo inaceptable se vuelve cotidiano.

Aclaro algo importante: esto no es un comentario político, ni una crítica a un partido en particular. No me interesa caer en el juego de los bandos. No estoy hablando de ideologías, sino de realidades concretas.

 Estoy hablando de una ciudad que sufre, y de una sociedad que empieza a convencerse de que no se puede hacer nada.

¿En qué momento dejamos de pensar que esto estaba mal?

 ¿En qué momento perdimos la capacidad de escandalizarnos por lo que está mal?

 ¿Y qué se necesita para recuperarla?

No tengo todas las respuestas. Pero creo que, como comunidad, necesitamos al menos empezar a hacernos las preguntas.

 Y aunque todo esto suene duro, quiero decir algo más:

 yo sigo siendo optimista.

Sigo creyendo que es posible despertar del adormecimiento, que podemos volver a indignarnos, a involucrarnos, a transformar.

 Sigo creyendo que vale la pena intentarlo.

 Porque si nos resignamos, ganan los que quieren que naturalicemos el daño.

 Y Rosario no nació para resignarse.


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