Sobre el sexo vacío y otras mentiras modernas



Coito ergo sum (¿o no?)

Sobre el sexo, el vacío y otras mentiras modernas

 "Nos tocamos los cuerpos porque no sabemos cómo tocarnos el alma." — Anónimo posmoderno, probablemente solo.

El ritual

Hay cuerpos que se encuentran sin saber por qué. Se cruzan en la noche como si fueran dos náufragos que, lejos de querer salvarse mutuamente, apenas se prestan flotadores agujereados.

 La escena es conocida: dos personas adultas —o eso creen ser— se deslizan una sobre la otra con pericia variable, se susurran frases estándar (más parecidas a comandos que a caricias) y, después del clímax, queda el murmullo del ventilador, el olor a látex barato y una pregunta muda flotando en el aire: ¿y ahora qué?

El eco

Lo que viene después no es tristeza, tampoco culpa. Es algo más difuso. Un hueco. Una pequeña muerte sin velorio. Un silencio que no se puede llenar con Spotify ni con el pitido del microondas.

 Le decimos “vacío” porque no encontramos una palabra mejor. Porque “apatía afectiva postcoital” suena demasiado a diagnóstico, y “melancolía genital” aún no figura en los manuales. Aunque debería.

 Es una sensación que se instala en el centro del pecho y no se va, aunque uno se ría, aunque uno se duche, aunque uno finja que no le importa. Porque hay vacíos que no se tapan con piel.

El intento de explicación

La psicología lo intenta: desconexión emocional, baja autoestima, proyecciones fallidas. Fromm hablaría de la dificultad para amar en una cultura que confunde libertad con aislamiento. El psicoanálisis, fiel a su barroquismo, hablaría de pulsiones, repeticiones, objetos perdidos.

 Pero a veces no hace falta tanta teoría. Basta mirar el techo después de un polvo sin alma para entender que hay algo que no cierra.

Hambre disfrazada

El sexo sin amor —o sin siquiera una mínima ternura— es como comer con hambre emocional: al principio calma, después indigestiona.

 Porque más allá del cuerpo, lo que deseamos es ser deseados. No puntuados. No usados. No celebrados por rendimiento.

 Deseados en nuestra existencia completa, con todo lo que incomoda.

El chiste que no hace gracia

Y acá lo irónico: vivimos en una época que se jacta de haber roto tabúes, pero cayó en otra trampa.

 La de creer que conectar es “pegajoso”, que mostrar afecto es “intenso”, que decir “me gustás” sin ironía es un acto desesperado.

 Como si la frialdad fuera signo de madurez y el cariño una excentricidad vintage, como el Winco o los mails con firma cordial.

El ritual que cansa

Entonces repetimos: match, charla rápida, cita, cama. A veces ni eso.

 Y cuando todo termina, sentimos que algo falta. ¿Qué? No sabemos. ¿A quién culpar? A nadie.

 Pero en el fondo, una parte nuestra —la menos cínica, la que todavía cree— se pregunta si no habrá otra forma de tocarnos que no implique vaciarnos.

La sospecha

Tal vez no se trata de exigir amor eterno cada vez que alguien nos besa. Pero sí de pedir una cuota de verdad. Una mirada que se quede. Una risa sincera entre gemidos. Un cuerpo presente, no solo disponible.

 Quizás el problema no sea el sexo sin amor, sino el sexo sin humanidad.

 Y en estos tiempos de vínculos líquidos y afectos en cuotas, eso —lo verdaderamente humano— parece ser lo más erótico de todo.

La posdata silenciosa

Después de tanto roce sin encuentro, de tanto cuerpo sin alma, el vacío se vuelve costumbre.

 Y la cama, a veces, más que un lugar de placer, se convierte en una prueba: 


¿cuánto vacío más podemos soportar sin rompernos?


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