"No aprendemos de la experiencia, sino de reflexionar acerca de nuestra experiencia"
John Dewey (1859–1952), filósofo, psicólogo y pedagogo estadounidense, es ampliamente reconocido como uno de los padres de la educación. Sus ideas sobre el aprendizaje experiencial siguen teniendo una influencia enorme en la educación y la psicología contemporáneas. Pero quizás una de sus contribuciones más potentes esté sintetizada en esta frase tan sencilla como profunda: "No aprendemos de la experiencia, sino de reflexionar acerca de nuestra experiencia".
Y es que muchas veces creemos que basta con "haber vivido algo" para decir que aprendimos. Como si la experiencia por sí sola tuviera un poder transformador automático. Pero lo cierto es que muchas personas atraviesan una y otra vez las mismas situaciones dolorosas, incómodas o frustrantes… sin que haya un verdadero cambio en su forma de actuar, sentir o pensar. ¿Por qué? Porque vivir una experiencia no garantiza aprendizaje. Es la reflexión posterior —esa capacidad de mirar hacia atrás con honestidad, con humildad y con deseo de comprender— la que convierte un hecho vivido en un conocimiento útil.
¿Cuántas veces nos sorprendemos repitiendo patrones que ya nos trajeron problemas antes? Relaciones que nos lastiman, decisiones impulsivas, reacciones automáticas, rutinas que nos enferman. Sabemos que no nos hacen bien, y aun así volvemos a caer. Como si el solo hecho de haber "pasado por eso" alguna vez no alcanzara para que lo evitemos en el futuro. Y no alcanza. Porque, como decía Dewey, sin reflexión, no hay aprendizaje real.
Reflexionar implica algo más que recordar. Implica detenerse. Preguntarse: ¿Qué sentí en ese momento? ¿Qué decisiones tomé y por qué? ¿Qué otras alternativas tenía? ¿Qué parte de mí quedó atrapada ahí? ¿Qué me dice esta experiencia sobre mis necesidades, mis límites, mis miedos, mis formas de vincularme? Requiere coraje. Requiere responsabilidad.
En terapia, este proceso es clave. No se trata solo de que el paciente cuente lo que le pasó, sino de acompañarlo a pensar cómo le pasó, por qué le pasó, y para qué podría servirle pensar en eso ahora. La experiencia se resignifica, se transforma en material de trabajo, en un insumo valioso para el cambio. Sin ese trabajo de pensamiento y elaboración, incluso las experiencias más duras pueden quedar como heridas abiertas o repetirse una y otra vez con distintos nombres, escenarios y protagonistas.
Aprender de lo vivido no es automático. Es una tarea activa. Y muchas veces incómoda. Pero también es profundamente liberadora. Porque ahí es donde empieza la posibilidad de hacer algo distinto. Donde dejamos de ser víctimas de nuestras circunstancias y pasamos a ser protagonistas de nuestra historia.
Así que la próxima vez que te sorprendas diciendo "ya pasé por esto", preguntate si además de pasarlo… lo pensaste. Lo procesaste. Lo transformaste. Porque solo ahí empieza, de verdad, el aprendizaje.
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