La Culpa es De Nadie
En Argentina, hacía años que nadie pedía perdón.
No es que no cometieran errores; los accidentes, las palabras hirientes, las traiciones y los olvidos seguían ocurriendo a diario. Pero la cultura había mutado con el tiempo hasta que la idea de la culpa fue tratada como una superstición medieval. La responsabilidad personal era considerada una construcción anticuada, un vestigio de una época en que la gente se autoflagelaba innecesariamente.
Todo comenzó, según los archivos, con una frase que se viralizó en las redes unos treinta años antes: “No te disculpes por ser vos.” Era una consigna liberadora, en apariencia. Las personas empezaron a repetirla como un mantra. Primero en relaciones amorosas: “No voy a pedir perdón por lo que siento”. Luego en el trabajo: “No tengo por qué disculparme por priorizarme”. Y finalmente en la política: “No nos arrepentimos de nada, hicimos lo mejor posible”.
Así, en Argentina, la palabra “perdón” fue cayendo en desuso hasta volverse una rareza lingüística. Para cuando los niños que nacieron en esa década crecieron, ya nadie recordaba cómo se pronunciaba un pedido sincero de disculpas. Había desaparecido no solo del lenguaje, sino del deseo.
La consecuencia no fue el caos, como algunos auguraban, sino algo más inquietante: un silencio viscoso en las relaciones humanas. Cuando alguien era herido, debía arreglárselas solo. La sociedad no tenía lugar para el arrepentimiento porque nadie creía tener nada que corregir.
Los psicólogos, sin embargo, empezaron a prosperar como nunca. En cada esquina había consultorios. Ya no se acudía a terapia por ansiedad o tristeza, sino por algo más denso y pegajoso: un resentimiento sin destinatario. Una herida sin agresor. Un enojo que no sabía a quién reclamarle.
Andrés, psicólogo de mediana edad, tenía la agenda colmada. Atendía a catorce pacientes por día. Su consultorio era austero, con plantas reales y un sillón verde oscuro. Había colgado un cartel en la puerta que decía: “Este es un espacio donde aún creemos en el perdón”. Algunos lo miraban con burla. Otros con un dejo de esperanza.
Una tarde llegó a su sesión Manuel, un hombre de 43 años que había cambiado cinco terapeutas en los últimos tres años. Andrés lo recibió con su habitual serenidad. Él se sentó, miró a su alrededor y dijo:
—No sé por qué sigo viniendo a terapia si nadie va a cambiar.
—¿Esperás que cambien los otros? —preguntó Andrés.
—No. Pero... sería bueno que al menos alguien dijera: "Perdón, te hice daño". Que alguien lo dijera, aunque sea una vez. ¿Vos sabés lo que daría por escuchar eso?
Andrés asintió en silencio.
—¿Y vos? —preguntó de pronto Manuel, con una mezcla de curiosidad y cinismo—. ¿Alguna vez pediste perdón?
El psicólogo pensó durante un momento.
—Muchas veces. Algunas, a otros. Muchas, a mí mismo.
Manuel se rió, pero sus ojos se humedecieron. Había algo absurdo en esa frase. En Argentina, pedir perdón a uno mismo sonaba tan extravagante como hablarle a una estatua.
—¿Y te contestaste?
—No siempre —dijo Andrés—. Pero cuando me contesté, fui amable.
El hombre no dijo nada. Esa sesión terminó en silencio. Volvió a la semana siguiente. Y a la siguiente. Hasta que un día entró con una caja. Se la entregó a Andrés. Él la abrió: era una carta, escrita a mano.
—¿Y esto?
—Una disculpa —dijo Manuel—. A mi hija. La dejé de ver hace años. Siempre pensé que ella tenía que buscarme, que yo no hice nada tan malo como para pedir perdón. Pero me cansé de tener razón. Prefiero tener paz.
Andrés sintió un nudo en el estómago. No por emoción. Por alivio.
—¿La vas a enviar?
—Ya la envié —dijo Manuel—. No sé si me va a perdonar. Pero al menos alguien volvió a decir la palabra.
Poco a poco, algo cambió en Argentina. Primero, con cartas. Después con mensajes de voz. Luego, en voz alta. En cenas. En bares. En cumpleaños. La palabra perdón empezó a brotar de bocas temblorosas, primero como un susurro, después como un acto de coraje.
El lenguaje, que siempre había sido más sabio que sus hablantes, comenzó a recuperar su dignidad. Porque cuando alguien pide perdón, algo se restituye. No el daño, que ya está hecho. Sino el lazo. El fino hilo invisible que une a dos personas en la certeza de que, aunque imperfectos, todavía pueden elegirse.
La última escena de esta historia ocurrió una mañana cualquiera. Andrés llegó a su consultorio. Había una carta esperándolo. Sin remitente. Solo decía: “Perdón por haber creído que no hacía falta perdonar.”
Andrés sonrió. Era el principio de otra historia. Y, tal vez, el principio de un nuevo país.
Tan sabio como hermoso.
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