Después del derrumbe: cómo seguir creyendo cuando ya no creemos en nada
Por Bruno Casiello
Hace ya varias décadas, Jean-François Lyotard propuso una idea que caló hondo en la cultura contemporánea: el “fin de los grandes relatos”. Con eso no se refería a la desaparición de las historias, sino a la pérdida de legitimidad de aquellas narrativas totalizantes que durante siglos estructuraron nuestra forma de entender el mundo. Las religiones, los nacionalismos, el marxismo, el liberalismo clásico, el progreso científico sin límites: todos ellos fueron relatos que ofrecieron sentido, dirección y esperanza. Prometían que, si seguíamos su lógica, íbamos a llegar —como humanidad— a algún lugar mejor, más justo, más pleno. Pero el siglo XX, con sus guerras, genocidios, colapsos ideológicos y tecnocapitalismos que prometían emancipación y entregaron consumo y desigualdad, nos dejó a muchos en una especie de intemperie simbólica.
En política, esta crisis se volvió evidente. Las grandes ideologías se fueron vaciando, las identidades partidarias se volvieron líquidas, y la participación ciudadana muchas veces parece más un acto de resistencia nostálgica que de auténtica convicción. Ya no se cree —al menos no masivamente— que haya un modelo único capaz de resolver los problemas de todos. Los discursos épicos suenan viejos, las soluciones mágicas, infantiles. Las promesas de un futuro mejor se ven desplazadas por la urgencia del presente. Todo es más rápido, más reactivo, más fragmentado.
Sin embargo, no todo está perdido. Que hayamos perdido la fe en los grandes relatos no significa que hayamos perdido la capacidad de construir sentido. Solo que ya no lo hacemos desde un único centro. En lugar de un gran relato, hoy habitamos una multiplicidad de pequeñas historias. Y eso, lejos de ser un síntoma de decadencia, puede ser una oportunidad.
La fragmentación puede doler, pero también puede liberar. Nos obliga a hacernos cargo. Nos desafía a pensar por fuera de los moldes heredados, a construir nuevos vínculos, nuevas formas de convivencia, nuevas maneras de entender la política. En vez de delegar el sentido en un dogma o en un líder, lo buscamos en el diálogo, en la escucha, en la experiencia compartida.
Vemos esto en los movimientos sociales que no se subordinan a estructuras partidarias tradicionales, pero que militan desde abajo, con coherencia territorial y sensibilidad contemporánea. Lo vemos en las nuevas generaciones que, aún sin grandes discursos, ensayan formas de cuidado mutuo, de organización alternativa, de lucha por la justicia y el ambiente. Lo vemos en las personas que, desde distintos lugares, se atreven a decir: "esto no me representa, pero igual quiero cambiar algo".
La humanidad ha perdido muchas de sus certezas, sí. Pero no ha perdido su impulso ético. Todavía seguimos buscando lo justo, lo verdadero, lo amoroso. Solo que ahora lo hacemos de un modo más escéptico, más atento, más plural.
Quizás no tengamos un único relato que nos diga hacia dónde ir. Pero tenemos miles de relatos entrecruzándose, corrigiéndose, ampliándose. Y en esa polifonía, en ese tejido inestable y vivo, hay lugar para una nueva esperanza. Una esperanza menos ingenua, pero más humana. No es poco.
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